Podríamos
decir que en nuestra cultura la vejez se asocia con un papel pasivo, no se le
reconoce su utilidad, produce una sensación de soledad y con frecuencia les
toca dejar sus actividades productivas por el fenómeno de la jubilación, hasta
el extremo de precipitar la muerte debido a esta situación marginal.
Hay
que tener en cuenta también el enfrentamiento de generaciones, facilitado y
popularizado por los medios de comunicación de masas, determinando dos únicas
categorías contrapuestas: vejez y juventud.
Las
fortalezas y cualidades por las que tiene prestigio la vejez dejan de tener
valor para una cultura que pone sus ideales y sus fines única y exclusivamente
en lo nuevo, lo cambiante, lo intuitivo, lo inacabado, dando la espalda a los
valores de tradición, estabilidad y prudencia política.
INGRESOS PARA NO CAER EN LA INDIGENCIA
Nuestra
sociedad ha relacionado a las personas mayores con la dependencia, la
enfermedad y la pérdida de productividad. Sin embargo, desde una perspectiva de
derechos y creando condiciones para su inclusión social, es posible que
mantengan su independencia, autonomía y participen activamente en la sociedad.
Dada
la diversidad regional de nuestro país, los diferenciales de desarrollo
económico y social están determinando la forma de envejecer de la población.
Por eso, después del boom demográfico que se registra hoy en el país, el reto
del gobierno nacional así como de los alcaldes y gobernadores es incorporar los
temas de pensión, recreación, atención y cuidado, oportunidades de
participación en sus respectivas agendas y políticas públicas.
Lo
otro que hay que considerar, y que es importante, es que no basta con
garantizarle a la población adulta mayor el acceso a la seguridad social
integral y al subsidio alimentario en caso de indigencia como lo ordena el
artículo 46 de la Constitución. Son necesarios también, unos ingresos
permanentes que los protejan de caer en la indigencia y que les permitan actuar
con autonomía y ejercer en la realidad su condición de ciudadanos activos.
La
alternativa sería el establecimiento de una pensión mínima, universal, a la que
tendría derecho toda persona adulta mayor, como una especie de renta básica,
que en principio se podría aplicar a todas las personas mayores de 60 años que
no reciban ninguna pensión y que no dispongan de renta alguna para sobrevivir y
cuyo monto debería ser la cifra que define la línea de pobreza, que actualmente
equivale al 54% de un salario mínimo legal.
Para
su financiación habría que modificar el sistema pensional actual, que excluye a
la mayoría de la población del acceso a este derecho y pone en las manos del
sector financiero más de 80 billones, que es lo que hoy manejan los fondos
privados.
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